sábado, 27 de noviembre de 2010

Empezó con la tragedia. Es decir el mismo día en que un bus se estrelló con un camión camino a Santiago. 20 muertos. Horrible. Yo había comprado el diario, iba leyendo, filosofando de manera bastante barata acerca la muerte. La muerte no me había siquiera rozado en la vida, salvo por un par de funerales más o menos obvios. Los abuelos se mueren, es la ley de la vida. Los padres se mueren, es lógico enterrarlos. Yo iba bajando un cerro de Valparaíso, pensando en la muerte, como un imbécil, porque la muerte me era ajena en su máxima expresión, que es la expresión de la cara de un niño cortada por el vidrio de un bus, una guagua degollada, o un par de maras jugando fútbol con una cabeza. Cuando era chico había visto morir a mi perro bajo las ruedas de un camión, ese era mi nexo con la muerte, es decir que yo realmente era un imbécil que bajaba una colina, mirando el horizonte, divagando, haciendo muecas, poniéndome unos lentes de sol, leyendo un diario, mientras el verano aparecía en los cielos de Chile, en fin.