jueves, 9 de diciembre de 2010

Me he encontrado dos veces con ***** en la vida y las dos veces él ha adivinado mi destino. La primera vez, en una ciudad a orillas de un río inmundo, me dijo: te quedarás solo. No supe, a ciencia cierta, a que se refería. La soledad tiene demasiadas aristas, cada una más ambigua que la otra. Años más tarde, no recuerdo si era Vietnam o mi barrio, había acabado con todos mis enemigos. Me escabullí entre los pantanos, crucé algunas cercas y logré salir ileso. Estaba solo en el mundo o, al menos, en ese pedazo del mundo. Las palabras de ***** de pronto tomaron sentido. No era Jesús, ni el Buda, ni aquel niño estigma o niño Mesías del cuento de Wilde. No daba recetas ni dictaba parábolas. Tampoco provocaba sucesos increíbles para enrielar vidas ociosas. Tan sólo acusaba y avisaba, pero ese aviso ni siquiera alcanzaba para advertencia. Una vez publicó sus apariciones en las páginas amarillas. Yo mismo lo leí. En la página 666 su anuncio en marcadas letras negras prometía revelaciones asombrosas. Una vida aburrida podría entonces cortarse con el cuchillo del vértigo. Adivinaba, pero de Jesús, en sentido estricto, sólo poseía su aspecto hippie, la barba y el pelo largo. De bondad nada. Era un outsider. Algo imbécil o algo genio. Como dije, se cruzó dos veces con mi vida. La segunda vez yo estaba bastante borracho, perdido entre las calles de alguna capital sudamericana. Deambulaba sin tener una dirección concreta. En un callejón sin salida, entre los container de basura, sentí una voz. No pude ver su barba, ni su pelo largo como Cristo, así como tampoco su yonki y pálido rostro. La voz me dijo: ***** *** *******. Ayer por la tarde recordaba estas apariciones misteriosas, sentado en la camilla frente a mi hepatólogo. Él revisaba la guía telefónica. Con una hiperkinesis a la vista, ojeaba y ojeaba esas páginas plagadas de avisos. Yo pensaba en el aviso aquel y en ***** y en sus dos tontas apariciones. No han solucionado nada, pensé. Luego me dieron algunos medicamentos y salí a la calle. En Uruguay con Independencia me comí un completo. Creo que le puse mostaza, aunque no estoy seguro.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Empezó con la tragedia. Es decir el mismo día en que un bus se estrelló con un camión camino a Santiago. 20 muertos. Horrible. Yo había comprado el diario, iba leyendo, filosofando de manera bastante barata acerca la muerte. La muerte no me había siquiera rozado en la vida, salvo por un par de funerales más o menos obvios. Los abuelos se mueren, es la ley de la vida. Los padres se mueren, es lógico enterrarlos. Yo iba bajando un cerro de Valparaíso, pensando en la muerte, como un imbécil, porque la muerte me era ajena en su máxima expresión, que es la expresión de la cara de un niño cortada por el vidrio de un bus, una guagua degollada, o un par de maras jugando fútbol con una cabeza. Cuando era chico había visto morir a mi perro bajo las ruedas de un camión, ese era mi nexo con la muerte, es decir que yo realmente era un imbécil que bajaba una colina, mirando el horizonte, divagando, haciendo muecas, poniéndome unos lentes de sol, leyendo un diario, mientras el verano aparecía en los cielos de Chile, en fin.